José Antonio Hernández Guerrero
Si, como dice el refrán, “la avaricia rompe el saco”, la ambición de poder -que, a veces, se exhibe como si fuese una virtud ciudadana- es un cáncer mortal que destroza la vida individual, aniquila la convivencia familiar y arruina la paz social.
Los daños de esta patología psicológica y los males de esta perversión moral desintegradora son mucho mayores cuando, además, se complican con un irreprimible afán de protagonismo y con una incontrolable necesidad de desahogo.
La gravedad de esta enfermedad crónica radica en el hecho de que la dependencia tóxica que genera es mucho más cruel que las que engendran la droga o el alcohol: exige un sometimiento físico más feroz que el dinero o que el juego, y acarrea unas pérdidas sociales más deplorables que las epidemias de enfermedades corporales.
Sería muy peligroso que esta dolencia -que, como es sabido, padece en su corta historia nuestra democracia- infestara también a otras instituciones que, por su propia naturaleza, cumplen unas nobles funciones que son incompatibles con las luchas partidistas, con las reyertas callejeras, con la violencia extremista y con el exhibicionismo televisivo.
La Universidad, por ejemplo, no sólo se define por sus metas elevadas sino, también, por los instrumentos que utiliza; no sólo se diferencia por los temas importantes que trata sino, también, por la manera limpia de abordarlos. Constituiría un error suicida que, emulando a otras cámaras, convirtiera sus claustros, sus salones y sus aulas en ámbitos de las contiendas de ambiciones personales o de intereses de grupos.
La institución universitaria no sólo tiene como misión generar y difundir conocimientos científicos, técnicos y artísticos, sino que, además, ha de ofrecer este servicio social con autonomía, con serenidad, con sosiego, con calma, con rigor y, en la medida de lo posible, con discreción y con elegancia: ha de proponer un modelo de convivencia y de colaboración que se apoye en la libertad, en el respeto y en la comprensión.
Por eso, nos chirriarían los oídos si, en alguna ocasión, en nuestros recintos académicos, escucháramos frases injuriosas, hipérboles sarcásticas, desmesuras caricaturescas, bromas impertinentes y, sobre todo, cuando se hicieran malévolos juicios de intenciones.
Por eso sentiríamos sonrojo si advirtiéramos esa indisimulable alegría que algunos expresan en situaciones de conflictos.
No podemos perder de vista que el saber tiene mucho que ver con la sabiduría y ésta con la verdad, con la seriedad, con la exigencia, con la justicia y con el honor.
La Universidad, además de comprometerse a la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación científica, la conservación de bienes culturales y la comunicación de los saberes humanos, contrae la indelegable obligación de mostrar con su ejemplo, unos patrones de construcción de una sociedad más justa y más democrática.
Todos tenemos la obligación de fomentar, de manera inteligente e ingeniosa, el verdadero diálogo, apoyado en la presunción de buena voluntad y de nobles intenciones; hemos de evitar, al mismo tiempo, la tentación del individualismo autista y de la charlatanería pueril; hemos de hablar con claridad, con respeto y con energía, guiados siempre por unos anhelos morales y estimulados por unos valores espirituales, sin perder nunca de vista los objetivos del progreso social.
Tras un ejercicio de autocrítica serena, hemos de transmitir unos mensajes diáfanos que conecten con lo más noble de nuestra condición de seres humanos. Sin complejos de ninguna clase, hemos de movilizar las energías morales más profundas y más nobles para unirnos, en lugar de dividirnos. Reconozcamos que, con buena voluntad y con habilidad, no existen distancias insalvables.
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