miércoles, 6 de junio de 2007

Un año nuevo
José Antonio Hernández Guerrero

Es posible que uno de los mayores beneficios que nos proporciona la celebración cíclica de un nuevo año, tras el fin del anterior sea la de advertirnos machaconamente un hecho que, a pesar de su evidencia, nos pasa desapercibido a la mayoría de los mortales: que todos los tiempos que empiezan se acaban y que todas las realidades humanas tienen límites inaplazables. Para valorar adecuadamente nuestras cosas, sobre todo, las más importantes, es necesario que, previamente, hayamos experimentado su carencia o que, al menos, tengamos conciencia de que, irremisiblemente, las vamos a perder. Paradójicamente, el conocimiento de los límites y de los finales proporciona unos alicientes halagüeños a los contenidos, y a nosotros nos estimulan para que aprovechemos las múltiples oportunidades que la vida nos procura; nos anima para que disfrutemos de los momentos de bienestar que, aunque sean esencialmente efímeros, podemos lograr que sean intensos y profundos.
Todos tenemos experiencias múltiples de que saboreamos mejor las comidas cuando hemos sentido hambre y de que un vaso de agua fresca nos sabe a gloria bendita cuando, tras una larga caminata bajo el sol inclemente del mes de agosto, experimentamos una ardiente sed. Es lamentable que no comprendamos plenamente la importancia de una madre, hasta que -siempre demasiado tarde- calibramos las enormes dimensiones del irrellenable hueco que nos ha dejado.
Medimos mejor el tiempo cuando notamos que se aproxima el final de un trayecto. ¿Recuerdan con qué intensidad vivimos, por ejemplo, los minutos añadidos en un partido de fútbol? A medida en que comprobamos que se acorta la longitud del hilo vital, lo ensanchamos y, cuando advertimos que sólo nos queda una copa, la paladeamos con mayor fruición. Por el contrario, hay que ver cómo desperdiciamos el tiempo cuando creemos que vamos a ser eternos, cuando desconocemos los bordes, cuando ignoramos dónde están las orillas del océano -ese vasto espejo del ser humano- que, ingenuamente, creíamos infinito. Y es que el éxito estriba, más que en poseer mucho, en administrar adecuadamente las pertenencias por muy exiguas que nos parezcan. Hemos de desarrollar la difícil habilidad de extraer todo el jugo a los episodios por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser. Si sabemos que pronto se esfumarán, una palabra amable, una sonrisa complaciente, un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos inmerecidos.
La marcha imparable de la edad, el cercano aliento de la enfermedad o la proximidad siempre inmediata de la muerte nos inducen a deleitarnos con una simple bocanada de aire puro, con la lectura reposada de un libro interesante o con la escucha relajada de una melodía. El paso imparable del tiempo nos enseña a leer la vida con nuevos ojos y a comprobar cómo, simplemente, respirar con libertad puede ser un ansia suprema y un placer intenso. Lo malo es que, sin apenas advertirlo, despilfarramos el enorme caudal y dejamos que se fugue el misterioso regalo que nos proporcionan las heterogéneas experiencias cotidianas y los múltiples quehaceres habituales.
En nuestra sociedad hipercompetitiva, el tiempo excesivamente repleto y la vida demasiado vacía se han convertido en una herramienta de uso y de lucro y, al mismo tiempo, en una amenaza aniquiladora. Expropiados de la vida, es decir, del tiempo, de los días y de los ocios, el uso previsible de un tiempo languidecido entre horas muertas nos puede ahogar en un vacío. Al situarnos irremisiblemente en el filo del abismo, en la celebración del fin de año, en vez de dejarnos arrastrar por el temor o por la tristeza ante lo desconocido, podríamos animarnos mutuamente para palpar con detenimiento cada uno de los instantes que nos quedan por vivir.
Los best sellers
José Antonio Hernández Guerrero

Aunque es cierto que muchos críticos miran con indisimulado desprecio los libros más vendidos, hemos de reconocer que, si los leemos con interés y sin prejuicios, podemos llegar a la conclusión de que la calidad literaria de muchos de ellos no siempre está reñida con las ventas millonarias. Algunos autores minoritarios consideran que el éxito es sinónimo de pseudocultura, y muchos teóricos exquisitos están convencidos de que las ventas se deben exclusivamente a una adecuada campaña de marketing, a las reputaciones forjadas por la publicidad, al compadreo entre pandillas de editores y a guiños cómplices de críticos interesados.
En mi opinión, antes de emitir juicios generalizados, deberíamos hacer algunas distinciones porque, aunque es cierto que determinadas obras que ocupan durante un mes un lugar privilegiado en las librerías son meros productos de consumo que, en su reverso, llevan adheridas las fechas de caducidad, también es verdad que otros libros, dotados de excepcional calidad literaria, son muy vendidos y, quizás, muy leídos. Por citar sólo unos ejemplos, podríamos recordar la Biblia, El Quijote, la Odisea, Hamlet, En busca del tiempo perdido, Tiempo de silencio, El ocaso del patriarca.
Es cierto que el libro se ha convertido en una mercancía sujeta a las leyes del mercado y que, en cierta medida, su difusión depende de una publicidad programada con vistas a las ventas que, como es sabido, se apoya en el (re)nombre del autor, en envergadura de la editorial, en el lanzamiento del libro y en la oportunidad del momento de su aparición en el mercado; pero no podemos perder de vista la influencia positiva de las reseñas y de los comentarios, sobre todo, si están elaborados por críticos independientes y acreditados. También es verdad que no nos podemos fiar demasiado de las críticas que nos ofrecen los suplementos culturales de algunos periódicos de tirada nacional que, en gran medida, tienen como función principal la de promocionar las obras de sus respectivas editoriales.
Hemos de conceder, incluso, que algunos libros sean meras mercaderías destinadas a ser vendidas, sobre todo, en las grandes superficies, pero también hemos de reconocer que la llamada minoría lectora y compradora de libros nunca ha sido tan numerosa como en la actualidad, a pesar de la competencia que ejercen las nuevas tecnologías, la invasión visual y las profecías aciagas de quienes han anunciado la muerte inmediata de la novela o, incluso, la desaparición del libro. En mi opinión, ni los libros superventas ni siquiera la narrativa de “leer y tirar” tienen suficiente fuerza para relegar a la buena literatura. Más bien se superponen de manera análoga a lo que ocurre con los medios de comunicación tradicionales: por mucho que se anunció, la radio no acabó con los periódicos, ni la televisión con la radio.
A veces tengo la impresión de que algunos escritores -¿quizás muchos?-, en el fondo íntimo de sus entrañas, guardan el deseo secreto de escribir un superventas; posiblemente, también les apetezca a aquellos que lo niegan categóricamente, pues, como todos confiesan, escriben para ser leídos y publican para llegar al mayor número de destinatarios. Tener un superventas es, por supuesto, el objetivo -o el sueño- de las casas editoras. Sin embargo, pese a que algunos editores sepan mucho sobre el mercado del libro y sobre los ingredientes que debería tener una novela para aumentar las ventas, ninguno dispone del recetario garantizado del best-séller. Quizás, la condición imprescindible sea que, además de estar bien escrito, nos descubra y nos explique, al menos, una parte de esa verdad misteriosa que los lectores llevamos escondida en los pliegues íntimos de nuestras conciencias.

domingo, 3 de junio de 2007

Escritores y estudiosos
José Antonio Hernández Guerrero

Con mayor frecuencia de lo deseado, leemos algunos comentarios despectivos que, recíprocamente, se dirigen los escritores y los estudiosos de la literatura. Unos y otros marcan sus respectivos terrenos, se miran con cierto desdén y mutuamente se reprochan desconocimiento, torpeza y, a veces, presunción.
Los escritores se jactan de su originalidad, de su libertad y, en ocasiones, de su genialidad; los estudiosos presumen de su ciencia, de su rigor y de su agudeza crítica.
En nuestra opinión, este distanciamiento, que viene de antiguo y tiene su origen en unos injustificados prejuicios originados por rivalidades pseudoprofesionales, genera unas consecuencias negativas tanto para los unos y como para los otros, y, lo que es más grave, perjudica a sus respectivos públicos que, en cierta medida, son los mismos.
Si esta proverbial y mutua incomunicación debilita la enseñanza de la historia y el aprendizaje de la crítica literaria, -excesivamente teóricas e inconsistentes-, y si margina la creación, que se valora como un simple medio de juego y de distracción, sin duda alguna, los mayores perjudicados son los alumnos y los lectores en general.
Hemos de reconocer que todos somos un poco responsables de que la creación literaria y las tareas académicas estén divididas en compartimentos estancos que no se comunican entre sí, y de que, además, trabajen de espaldas a aquella realidad que se salga del estricto ámbito de sus afanes inmediatos. Quizás unos y otros no sean conscientes de que la comunicación fluida nos enriquece a todos ni de que los mayores beneficiarios son los alumnos y los lectores.
Deberíamos copiar el modelo de algunos autores ejemplares como, por ejemplo, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Gerardo Diego, Carlos Bousoño, Manuel Alvar, Antonio Prieto, José Luis Tejada, Esteban Torre, Isabel Paraíso, Jacobo Cortines, Manuel Ramos, Ana Sofía Pérez Bustamante y tantos otros, que compaginan las tareas de la escritura y los afanes de la enseñanza y de la investigación, sin dar síntomas de esquizofrenia. La habilidad literaria no impide ni dificulta el estudio profundo de los textos sino que, por el contrario, lo fundamenta y lo potencia. Recordemos que la enseñanza y la investigación sobre la literatura se han de apoyar en la “filología”, en el amor respetuoso y vehemente a la palabra.
Reconocemos que algunos profesores, con sus análisis enrevesados, enigmáticos y pedantes, han dado ocasión para que los escritores contemporáneos menospreciaran sus toscos y rutinarios comentarios y que desconfiaran de ese aparato críptico que suelen manejar. Es verdad que a esta ojeriza han contribuido notablemente los excesos de las tendencias últimas de la Teoría de la Literatura, que han alumbrado un metalenguaje hermético e ininteligible fuera de los círculos universitarios, más allá de ese reducido plantel de iniciados que emite solemnes sanciones.
Pero, sería exagerado e injusto abominar de toda una tradición crítica por las torpezas de algunos comentaristas. Tampoco podemos llegar a la conclusión de que la desidia intelectual o la pedantería de algunos profesores invalidan ese arte y esa técnica que han cultivado eminentes y cualificados “lectores” que, desde aquellos padres venerables de Alejandría llegan a nuestros días. Es cierto que para elaborar una obra original, un poeta no necesita conocer demasiada teoría, pero también es verdad que tampoco le vendría mal dominar el funcionamiento de los mecanismos del lenguaje literario, conocer el secreto de sus resortes y acercarse, de vez en cuando, a los que se dedican a la fascinante tarea de sumergirse a las profundas aguas de la teoría literaria para interpretar las complejidades y para valorar los apasionantes enigmas de la belleza.
Vivir sin moral
José Antonio Hernández Guerrero

Durante, al menos, la segunda mitad del siglo veinte, quizás como reacción inevitable a los rigores de la Dictadura, los “progres” tachábamos de moralina cualquier referencia a la bondad, a la virtud, al respeto, al orden o a la disciplina.
Es posible que dicha respuesta adolescente se haya hecho crónica en algunos de los ya maduritos y explique, en parte, el menosprecio, más o menos explícito, de los valores y de las exigencias morales.
¿No es cierto que, a veces, nos da cierto pudor confesar de manera descarada que apreciamos los comportamientos honestos, rectos y virtuosos de las personas coherentes e íntegras?
¿No es verdad que nos resulta pueril reconocer que el valor supremo de un ser humano es la bondad?
Otra de las consecuencias de aquel comprensible rechazo puede ser la simplificación ingenua o el empobrecimiento dañino del contenido de la moral: el olvido de que, si mutilamos el cuerpo de los principios éticos, se resiente todo el equilibrio individual y se derrumba, incluso, la estructura de la vida social: nos hacemos más crueles y más vulnerables.
No podemos perder de vista que la moral posee diversos contenidos complementarios ni debemos olvidar que, cuando prescindimos de cualquiera de ellos, se devalúan los demás valores personales y colectivos.
Para explicarnos de una manera más concreta podríamos hacernos una pregunta: ¿Porqué hay hambre en el mundo? Todos sabemos que, en la actualidad, hay superabundancia de alimentos y que, por lo tanto, el hambre es remediable. La FAO dice que la agricultura mundial permitiría alimentar a 12.000 millones de personas, el doble de la actual población del planeta.
¿No creen ustedes que si, además de las teorías económicas, de los adelantos científicos y de los inventos tecnológicos, aplicáramos las normas de la moral, se paliarían de manera notable muchos de esos problemas que, como la miseria y hambre, claman al cielo y constituyen la verdadera amenaza para la paz?
A veces tratamos de tranquilizarnos diciéndonos que somos víctimas de un proceso de transición en el que una moral anticuada está cediendo su lugar a otra emergente, pero el hecho comprobable es que determinadas actitudes y algunos comportamientos demuestran que algunos aspiran a un modelo de vida “liberado” de cualquier atadura moral.
Cuando oímos proclamar la “nueva moral”, deberíamos detenernos e indagar en los valores reales de ese “nuevo ethos” para tratar de descubrir si, realmente, nos hacen más humanos, más libres y más solidarios. En mi opinión, puede resultar suicida el empeño de ennoblecer esta crisis presente mostrándola sólo como el conflicto entre dos morales, la una caduca y la otra en albor.
Aunque es cierto que, a lo largo de la historia de las civilizaciones, las jerarquías de los valores morales cambian de orden y que las virtudes que, en un momento determinado, eran más apreciadas pasan a ocupar un lugar secundario, hemos de reconocer que, a veces, se produce, simplemente, la supresión total o la pérdida parcial de la dimensión ética de los comportamientos individuales o sociales.
Todos conocemos a personas que, colocadas en los diferentes rangos de la escala social, política o profesional, carecen de principios éticos o de sensibilidad moral e, incluso, alardean de falta de sentimiento de sumisión a algo, de conciencia de servicio y de obligaciones sociales. No se trata de que, en un momento determinado, no hayan atendido a las exigencias éticas; es, simplemente, que desprecian las ataduras morales y no quiere supeditarse a ninguna norma ni a ninguna autoridad.
A veces, por falta de valentía o por un exceso de delicadeza, calificamos como “amorales” unas conductas que son descaradamente “inmorales”.

Las argucias sibilinas


José Antonio Hernández Guerrero

Confieso que no esperaba que fueran precisamente varias mujeres -todas ellas madres jóvenes- las que me propusieran que completara el artículo sobre la violencia escolar en el que, como recordarán, sugería que ayudáramos a nuestros hijos adolescentes para que sintieran y expresaran muchas de las sensaciones y de las emociones que, hasta hace poco, creíamos que constituían el patrimonio exclusivo de las mujeres como, por ejemplo el afecto, la ternura, la delicadeza y el primor. Entonces era consciente -y ahora sigo convencido- de que algunos lectores se escandalizarían ante mi propuesta de un modelo de educación y de convivencia más femenino y menos machista y, de que, efectivamente, defendiera explícitamente un estilo de hombre más “afeminado”.

Pero, por el contrario, las únicas objeciones que estas señoras me han hecho se refieren a mi alusión a un modelo de educación femenina que, en gran medida, ya ha pasado a la historia. Según ellas mismas interpretan, hasta hace muy poco “nosotras éramos físicamente más débiles y, para defendernos, teníamos que emplear unas armas diferentes de las que utilizan los varones: en vez de la fuerza, usábamos la habilidad; en vez de la potencia, la paciencia; en vez de la violencia, la suavidad; en vez de la brusquedad, la argucia maquiavélica; pero, en la actualidad, las niñas ni son más débiles que lo niños, ni tampoco son tan sibilinas como antes”.
Me han propuesto que repase la extensa lista de mujeres que practican los diferentes deportes que, por basarse en la fuerza física, hasta hace poco constituían un ámbito reservado a los hombres como, por ejemplo, el baloncesto, el fútbol o, incluso, el boxeo, pero, después de analizar el comportamiento deportivo de varias boxeadoras, he llegado a la conclusión de que, efectivamente, las mujeres, incluso cuando se dedican a estas actividades, en la mayoría de los casos, lo hacen de una manera peculiar.
“Boxeamos -me han declarado algunas- no tanto para competir y para vencer, como para desarrollar la coordinación de nuestros gestos, la potencia y la elasticidad de nuestros músculos; para aumentar nuestra autoestima mejorando la confianza en nosotras mismas, la seguridad y la soltura en nuestros movimientos”.
Es cierto que, como ocurre en la política, en los negocios o en la enseñanza, algunas mujeres mimetizan los rasgos violentos, agresivos y competitivos que caracterizaban a los varones; es verdad pueden caer en la tentación de disfrazar su feminidad y de comportarse como hombres. Todos conocemos a señoras que, olvidando su feminidad, han perdido algunas de las peculiares “fortalezas” y de sus características habilidades femeninas como, por ejemplo, la delicadeza y el sentido de colaboración, pero, en la mayoría de los casos, en sus actividades profesionales, con sus reconfortantes tonos afables -no débiles-, cordiales -no empalagosos- y delicados -no frágiles-, facilitan la convivencia, el diálogo, la cooperación y la unión.
Insisto en que, si imprimiéramos un estilo más “femenino” en las relaciones profesionales y en los ambientes laborales, nuestro mundo sería más habitable, nuestra sociedad más confortable, nuestra vida más grata e, incluso, hasta los negocios resultarían más rentables. Como todos sabemos, la seriedad, el rigor, la disciplina y, por supuesto, la autoridad, no son incompatibles con la suavidad en el trato, con la habilidad para la comunicación y con la sutileza para la empatía, herramientas notablemente más poderosas que la confrontación.
Estoy seguro de que, si las mujeres se decidieran a utilizar sus esencias femeninas en todo su potencial, podrían realizar un cambio profundo logrando que el trabajo sea un espacio para el encuentro entre seres humanos en el que la competencia se transforme en diálogo y la confrontación en colaboración.