domingo, 3 de junio de 2007

Las argucias sibilinas


José Antonio Hernández Guerrero

Confieso que no esperaba que fueran precisamente varias mujeres -todas ellas madres jóvenes- las que me propusieran que completara el artículo sobre la violencia escolar en el que, como recordarán, sugería que ayudáramos a nuestros hijos adolescentes para que sintieran y expresaran muchas de las sensaciones y de las emociones que, hasta hace poco, creíamos que constituían el patrimonio exclusivo de las mujeres como, por ejemplo el afecto, la ternura, la delicadeza y el primor. Entonces era consciente -y ahora sigo convencido- de que algunos lectores se escandalizarían ante mi propuesta de un modelo de educación y de convivencia más femenino y menos machista y, de que, efectivamente, defendiera explícitamente un estilo de hombre más “afeminado”.

Pero, por el contrario, las únicas objeciones que estas señoras me han hecho se refieren a mi alusión a un modelo de educación femenina que, en gran medida, ya ha pasado a la historia. Según ellas mismas interpretan, hasta hace muy poco “nosotras éramos físicamente más débiles y, para defendernos, teníamos que emplear unas armas diferentes de las que utilizan los varones: en vez de la fuerza, usábamos la habilidad; en vez de la potencia, la paciencia; en vez de la violencia, la suavidad; en vez de la brusquedad, la argucia maquiavélica; pero, en la actualidad, las niñas ni son más débiles que lo niños, ni tampoco son tan sibilinas como antes”.
Me han propuesto que repase la extensa lista de mujeres que practican los diferentes deportes que, por basarse en la fuerza física, hasta hace poco constituían un ámbito reservado a los hombres como, por ejemplo, el baloncesto, el fútbol o, incluso, el boxeo, pero, después de analizar el comportamiento deportivo de varias boxeadoras, he llegado a la conclusión de que, efectivamente, las mujeres, incluso cuando se dedican a estas actividades, en la mayoría de los casos, lo hacen de una manera peculiar.
“Boxeamos -me han declarado algunas- no tanto para competir y para vencer, como para desarrollar la coordinación de nuestros gestos, la potencia y la elasticidad de nuestros músculos; para aumentar nuestra autoestima mejorando la confianza en nosotras mismas, la seguridad y la soltura en nuestros movimientos”.
Es cierto que, como ocurre en la política, en los negocios o en la enseñanza, algunas mujeres mimetizan los rasgos violentos, agresivos y competitivos que caracterizaban a los varones; es verdad pueden caer en la tentación de disfrazar su feminidad y de comportarse como hombres. Todos conocemos a señoras que, olvidando su feminidad, han perdido algunas de las peculiares “fortalezas” y de sus características habilidades femeninas como, por ejemplo, la delicadeza y el sentido de colaboración, pero, en la mayoría de los casos, en sus actividades profesionales, con sus reconfortantes tonos afables -no débiles-, cordiales -no empalagosos- y delicados -no frágiles-, facilitan la convivencia, el diálogo, la cooperación y la unión.
Insisto en que, si imprimiéramos un estilo más “femenino” en las relaciones profesionales y en los ambientes laborales, nuestro mundo sería más habitable, nuestra sociedad más confortable, nuestra vida más grata e, incluso, hasta los negocios resultarían más rentables. Como todos sabemos, la seriedad, el rigor, la disciplina y, por supuesto, la autoridad, no son incompatibles con la suavidad en el trato, con la habilidad para la comunicación y con la sutileza para la empatía, herramientas notablemente más poderosas que la confrontación.
Estoy seguro de que, si las mujeres se decidieran a utilizar sus esencias femeninas en todo su potencial, podrían realizar un cambio profundo logrando que el trabajo sea un espacio para el encuentro entre seres humanos en el que la competencia se transforme en diálogo y la confrontación en colaboración.

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