miércoles, 30 de mayo de 2007

Violencia escolar
José Antonio Hernández Guerrero

Según informaciones aparecidas recientemente en este periódico, en los últimos meses, un grupo de alumnos del IES La Caleta propinaron una paliza a un bedel y la Policía Nacional actuó, en una decena de colegios e institutos de nuestra Capital, para frenar la existencia de episodios violentos entre alumnos.
Estos datos y la manifestación multitudinaria celebrada en Hondarribia (Guipúzcoa) han intensificado el profundo estupor que nos produjo la noticia de la muerte de Jokin, aquel joven que se suicidó, tras sufrir el acoso y el maltrato de sus compañeros.
Ésta podría ser una oportunidad propicia para reflexionar sobre las características de la época de esquizofrenia de la adolescencia y, además, sobre la violencia que, estimulada por los medios de comunicación, nos invade en la actualidad.
Es cierto que la adolescencia ha sido siempre una etapa de la vida humana, traumática y difícil para todos. Si repasamos nuestra propia biografía recordaremos que nuestra adolescencia fue también un periodo crítico a causa de los ajustes personales y de los encajes sociales: también a nosotros se nos agolparon las dudas, las preguntas, la inestabilidad, la vulnerabilidad y la irritabilidad.
La adolescencia -período de contradicciones y de ambivalencias, de desequilibrios y de incertidumbre- es un proceso traumático en el que definimos nuestra identidad, comenzamos a ingresar en el mundo de los adultos, nos enfrentamos a la pérdida de nuestra condición de “niños” y nos lanzamos, de forma impetuosa, en búsqueda de experiencias que nos ayuden a salvar todo los obstáculos que se atraviesen en nuestro camino.
Todas estas reacciones son normales, pero corremos el riego de que, potenciada por factores externos, la adolescencia se convierta en un estado patológico duradero. Toda adolescencia lleva, además del sello individual, la marca del medio cultural, social e histórico en el que se manifiesta, y no podemos perder de vista que, en la actualidad, todos estamos incluidos en un mundo violento, cargado de agresiones y de frustraciones, donde la palabra se devalúa y las situaciones angustiosas se expresan y se resuelven de forma violenta.
Es importante entender que la violencia de los varones no se debe a las hormonas, sino a una situación creada socialmente. Cuando la posibilidad de expresarse libremente o de decir lo que realmente sienten se coarta, la violencia pasa a ser una forma de hablar. Con ella los adolescentes manifiestan su tristeza, su soledad, su amargura, su aislamiento, su dependencia, su miedo a crecer, su inseguridad y sus anhelos.
Valoramos positivamente el programa de convivencia desarrollado en La Caleta, en el que están implicados todos los miembros de la comunidad educativa, pero creemos que estas acciones tendrán escasa eficacia si no completan las pautas de comportamiento inculcadas en la familia.
Es cierto que los hijos no vienen con un libro de instrucciones, que cada uno de ellos exige un tratamiento especial y que su educación requiere que los padres poseamos, además de una notable habilidad para interpretar y para resolver sus conflictos, una probada paciencia, una capacidad de escuchar y unas dotes de observación, pero, hemos de reconocer que la mayor influencia la ejercemos, sobre todo, creando un ambiente familiar de respeto y de cordialidad.
Sin ánimo de simplificación, me permito sugerir una idea que, quizás, ayude a moderar esos impulsos de violencia tan generalizados: que ayudemos a nuestros hijos adolescentes para que sientan y expresen muchas de los sensaciones y de las emociones que, hasta hace poco, creíamos que constituían el patrimonio exclusivo de las mujeres: el afecto, la ternura, la delicadeza y el primor.

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