Para lograr esa reconversión mental y afectiva que ha de ser el fundamento del progresivo proceso de unidad –económica, social y política- de la Bahía, hemos de mirar con atención y admirar con fruición los singulares y complementarios valores que encierran los parajes rurales y urbanos que están fuera de las circunscripciones localistas en la que cada uno reside: hemos de mirar a los pueblos vecinos con la cordialidad con la que contemplamos un patrimonio común y compartido.
Para reunir todos esos alicientes en un marco único y para sacarles partido, hemos de “presumir” de los singulares atractivos que están en la acera de enfrente. Si pretendemos que otros admiren nuestro rincón, empecemos admirándolo nosotros mismos.
Desde que, hace ya varios años, escuché de labios de Francisco Calvo Serraller que “sólo admiran los admirables”, no he cesado de prestar atención, tanto a aquellos ciudadanos que muestran admiración como, especialmente, a los que, por el contrario, nunca encuentran motivos válidos para expresar una agradable sorpresa o una entusiasta valoración de los objetos o de los comportamientos ajenos.
No exageraré afirmando que este freno al elogio crítico es consecuencia de la mezquindad, de la envidia o de la tacañería, pero sí declaro que esta contención admirativa puede ser una barrera que limite o anule el disfrute de tantas cosas buenas como tenemos a nuestro alrededor.
Algunos están ingenuamente convencidos de que, minusvalorando las ciudades limítrofes, la talla de su pueblo crece, y de que, por el contrario, su prestigio disminuye, si elogian a los otros. La experiencia acumulada me confirma que abundan los que, incluso, adoptan un tono de presuntuosa superioridad, cuando afirman que la plaza de toros del Puerto, el circuito de velocidad de Jerez, las Canteras de Puerto Real o la playa de la Victoria de Cádiz no son tan importantes como creen sus vecinos.
En mi opinión, para recrearnos con mayor fruición, deberíamos mirar con atención e identificar los aspectos buenos, bellos y amables de los continuos espectáculos que nos ofrecen los diferentes paisajes de nuestra Bahía. No podemos olvidar tampoco que la capacidad de admiración, además de una exigencia básica para el avance científico, técnico y artístico, constituye un factor motivador para “vender nuestros productos” y, por lo tanto, para mejorar nuestra economía.
La disminución o la carencia de la capacidad de admiración son claros síntomas de envejecimiento y de decrepitud, pero también pueden ser las consecuencias de una miopía mental o de una ceguera estética. Si, por ejemplo, en una catedral sólo vemos una acumulación más o menos ordenada de piedras, podemos concluir que carecemos de conocimientos o de sensibilidad para disfrutar de la arquitectura.
Si pretendemos aprovechar el jugo de la vida, hemos de aprender a apreciarnos a nosotros mismos y a valorar la realidad que nos rodea; sin admiración, la vida es anodina y puede llegar a perder su sentido. Pero, no olvidemos que, más que los objetos, los episodios o las personas, es nuestra mirada la que descubre ese algo nuevo y bello que todos los seres encierran; por eso es necesario poseer un alma joven y sensible para penetrar en el fondo de las cosas y para descubrir sus mensajes.
El gran peligro que nos acecha en esta vida es acostumbrarnos a lo bueno y perder el aliciente de novedad que las encierran. Hemos de evitar el hábito de ver como normales las cosas bellas y hemos de luchar para no caer en la rutina, la gran arrasadora de la vida; hemos de superar la tendencia a infravalorar, hemos de luchar contra el desencanto y hemos de prestar atención para ver nuestras cosas como recién estrenadas.
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