sábado, 28 de julio de 2007

Nuestros vientos
José Antonio Hernández Guerrero

El paisaje, realidad física y representación cultural, confiere dimensiones y significados peculiares a las acciones que los seres humanos protagonizamos. En varias ocasiones hemos explicado cómo, a nuestro juicio, los mares que confluyen en nuestra Bahía, en este nudo de conexiones marítimas y de relaciones territoriales, contribuyen a formar el talante abierto y, al mismo tiempo, acogedor y cordial de muchos de sus habitantes. En este momento preferimos señalar la intensa influencia de los vientos -elementos intangibles, etéreos y volátiles- en nuestro pensamiento, en nuestras emociones y en nuestras actitudes vitales. Las dos realidades -la física y la mental- tienen en común su invisibilidad y, también, su efectividad. Los vientos -los de la geografía y los de la historia- son unos agentes activos que influyen en nuestro organismo y configuran nuestra manera de pensar, de sentir y de actuar; alteran nuestros hábitos biológicos y nuestras costumbres sociales.
De la misma manera que, de forma persistente, tallan los entornos físicos, también modelan los espacios simbólicos, esos paisajes que componen la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y la literatura. Hemos de reconocer que, por estar tocados por el viento, los gaditanos somos especialmente sensibles a los permanentes cambios de las estaciones, nos afectan de manera intensa las perturbaciones atmosféricas y, sobre todo, prestamos singular atención a los ecos que, en nuestro interior, despiertan las brisas que proceden de los diferentes puntos cardinales.
Este fenómeno natural, aparentemente trivial por su cotidianidad, es, además un complejo proceso simbólico que, de manera constante, ha modelado nuestro imaginario colectivo. Al moldear nuestras costas, los diversos vientos se han convertido en partes integrantes de nuestro paisaje geográfico y, también, en elementos de nuestro horizonte cultural. Son unos agentes que no sólo acarrean vapor de agua o partículas biológicas, sino que también transportan uno sonidos, unos olores, unas emociones, unos recuerdos y unas imágenes que están cargados de unos valores simbólicos que propician diversas interpretaciones. Como dice Gaston Bachelard, “el viento es la imaginación en movimiento”.
El viento del norte -claro y frío-, nos ha traído el pensamiento ilustrado y las ansias de los ámbitos abiertos del progreso humano, nos conecta con la Europa civilizada, tecnificada y humanista, nos hace herederos de un rico patrimonio artístico y humanista; los vientos del sur -borrascosos y húmedos- nos han transmitido las zozobra de las gentes inconformistas que buscan los medios imprescindibles para la subsistencia, nos hacen solidarios con los que, en oleadas, nos arrojan unas pateras cargadas de seres humanos que huyen del hambre; los vientos del este -cálidos y secos- nos han suministrado el gusto por las actividades recreativas y por el bienestar material, y traen los ecos bochornosos de interminables guerras crueles; los vientos de oeste -frescos y sombríos- nos estimulan el espíritu aventurero y nos reclaman unas actitudes de solidaridad con unos hermanos que trabajan, aman y sufren en nuestra misma lengua; aquellos que antes nos recibieron en sus fecundas tierras y ahora nos solicitan una recíproca hospitalidad.
Esta explicación elemental quizás nos aclare por qué el viento, ese elemento invisible y permanente, erosivo y fecundante, está siempre presente en las conversaciones de los gaditanos y por qué estamos pendientes, por ejemplo, del momento en el que salta el levante y de los días durante los cuales, de fuerza moderada o con recia intensidad, se queda a convivir con nosotros. Las cambiantes brisas terrestres y marinas nos han creado una especial atmósfera de libertad, un particular carácter lúdico, un agudo sentido del lugar y del tiempo, un concepto diferente del trabajo y del ocio.
“Contar mi vida”


Aunque no siempre lo confiesan de una manera directa, en el primer cambio de impresiones con el que comenzamos cada curso de la Escuela de Escritoras y de Escritores, llegamos a la conclusión de que muchos alumnos pretenden “aprender a escribir” para contar, de forma “clara, ordenada, amena e interesante”, los hechos más relevantes de su vida. Un porcentaje considerable -sobre todo de los que ya han superado la barrera de los cincuenta- confiesa que sienten cierta necesidad de explorar el pasado, de hacer que el caudal acumulado pase a formar parte del presente y de dejar constancia por escrito de aquellas experiencias que, según ellos, pueden ayudar a los demás. En el fondo de sus propias explicaciones, se trasluce, sobre todo, el vehemente deseo de evitar que el paso del tiempo borre sus huellas, que disuelva en el olvido unos episodios que, si no son importantes, poseen un valor considerable, al menos, para sus propios descendientes.
Estas ansias de supervivencia o, quizás, estas esperanzas de eternidad suelen reforzarse, en muchos casos, con un propósito explícitamente moralizante: “creo -afirman algunos- que debe entregar, a menos a mis descendientes directo lo que me ha enseñado la vida”. Algunos son más explícitos y justifican su decisión con reflexiones sobre el valor de los recuerdos, sobre “la influencia en su bienestar presente mediante la recuperación de la memoria”, sobre “su fuerza curativa”, sobre “la eficacia psicológica” y, en resumen, sobre “la necesidad de ordenar el pasado” y de “ajustarse las cuentas consigo mismo”. No faltan los que aún profundizan más y confiesan que, mediante la escritura, pretenden “examinar sus comportamientos y revisar el significado de la vida”.
Con la intención de ilustrar estas ideas, transcribimos a continuación algunas de las explicaciones literales. Por el elevado número destacan, en primer lugar, quienes declaran que sienten la necesidad de “contar su infancia y su juventud”.
M., sin poder disimular que es profundamente bueno, honesto y coherente, con un triste tono esperanzado y con un estilo tamizado, demuestra en todas sus intervenciones que está adornado de esa modestia característica de los hombres que saben de verdad. Con esa reserva que distingue a los seres que han vivido discretamente, respondió con las siguientes palabras: “Es una pena que, mientras vivimos, no nos demos cuenta de que vivimos. Ahora, cuando ya he cumplido algunos años, valoro muchas cosas que, en mi niñez y en mi juventud, no sólo carecían de importancia, sino que, incluso, las rechazaba o las despreciaba. No o podéis imaginar los espectáculos que protagonizaba cuando mi madre ponía de almuerzo arroz con habichuelas; y, ahora, cuando me las hace mi mujer, me saben a gloria bendita.
Ya que estoy jubilado, me gustaría regresar, como vuelven los elefantes al lugar de su nacimiento, a mi niñez, a mi adolescencia y a mi juventud, para seguir meditando, latiendo y conversando sobre los temas esenciales que me planteé cuando aún estudiaba en el colegio; me gustaría seguir reflexionando sobre aquellas cuestiones que, desde niño, constituyeron el objeto de mis permanentes y agudas preocupaciones. Durante toda mi vida, más que responder, he dirigido preguntas a Dios, a mi padre, a mis amigos y, sobre todo, a mí mismo. Tengo la impresión de que, de repente, he saltado de la juventud a la senectud y me gustaría indagar en las claves que explican mi afanosa vida”.
Estas confidencias nos sirven de punto de partida para ahondar en nuestro principio fundamental: “Escribir es una forma de vivir de una manera más consciente, más intensa y más plena, la vida humana”.