miércoles, 6 de junio de 2007

Los best sellers
José Antonio Hernández Guerrero

Aunque es cierto que muchos críticos miran con indisimulado desprecio los libros más vendidos, hemos de reconocer que, si los leemos con interés y sin prejuicios, podemos llegar a la conclusión de que la calidad literaria de muchos de ellos no siempre está reñida con las ventas millonarias. Algunos autores minoritarios consideran que el éxito es sinónimo de pseudocultura, y muchos teóricos exquisitos están convencidos de que las ventas se deben exclusivamente a una adecuada campaña de marketing, a las reputaciones forjadas por la publicidad, al compadreo entre pandillas de editores y a guiños cómplices de críticos interesados.
En mi opinión, antes de emitir juicios generalizados, deberíamos hacer algunas distinciones porque, aunque es cierto que determinadas obras que ocupan durante un mes un lugar privilegiado en las librerías son meros productos de consumo que, en su reverso, llevan adheridas las fechas de caducidad, también es verdad que otros libros, dotados de excepcional calidad literaria, son muy vendidos y, quizás, muy leídos. Por citar sólo unos ejemplos, podríamos recordar la Biblia, El Quijote, la Odisea, Hamlet, En busca del tiempo perdido, Tiempo de silencio, El ocaso del patriarca.
Es cierto que el libro se ha convertido en una mercancía sujeta a las leyes del mercado y que, en cierta medida, su difusión depende de una publicidad programada con vistas a las ventas que, como es sabido, se apoya en el (re)nombre del autor, en envergadura de la editorial, en el lanzamiento del libro y en la oportunidad del momento de su aparición en el mercado; pero no podemos perder de vista la influencia positiva de las reseñas y de los comentarios, sobre todo, si están elaborados por críticos independientes y acreditados. También es verdad que no nos podemos fiar demasiado de las críticas que nos ofrecen los suplementos culturales de algunos periódicos de tirada nacional que, en gran medida, tienen como función principal la de promocionar las obras de sus respectivas editoriales.
Hemos de conceder, incluso, que algunos libros sean meras mercaderías destinadas a ser vendidas, sobre todo, en las grandes superficies, pero también hemos de reconocer que la llamada minoría lectora y compradora de libros nunca ha sido tan numerosa como en la actualidad, a pesar de la competencia que ejercen las nuevas tecnologías, la invasión visual y las profecías aciagas de quienes han anunciado la muerte inmediata de la novela o, incluso, la desaparición del libro. En mi opinión, ni los libros superventas ni siquiera la narrativa de “leer y tirar” tienen suficiente fuerza para relegar a la buena literatura. Más bien se superponen de manera análoga a lo que ocurre con los medios de comunicación tradicionales: por mucho que se anunció, la radio no acabó con los periódicos, ni la televisión con la radio.
A veces tengo la impresión de que algunos escritores -¿quizás muchos?-, en el fondo íntimo de sus entrañas, guardan el deseo secreto de escribir un superventas; posiblemente, también les apetezca a aquellos que lo niegan categóricamente, pues, como todos confiesan, escriben para ser leídos y publican para llegar al mayor número de destinatarios. Tener un superventas es, por supuesto, el objetivo -o el sueño- de las casas editoras. Sin embargo, pese a que algunos editores sepan mucho sobre el mercado del libro y sobre los ingredientes que debería tener una novela para aumentar las ventas, ninguno dispone del recetario garantizado del best-séller. Quizás, la condición imprescindible sea que, además de estar bien escrito, nos descubra y nos explique, al menos, una parte de esa verdad misteriosa que los lectores llevamos escondida en los pliegues íntimos de nuestras conciencias.

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